Lee un adelanto de la nueva novela de Alfredo Bryce Echenique
La revista
Somos publicó un fragmento del segundo capítulo de “Dándole pena a la tristeza” y conversó con su
autor
Alfredo Bryce Echenique y la portada de "Dándole pena a la tristeza". (Foto: El Comercio/ Difusión)
Lee la entrevista a Alfredo Bryce Echenique en la edición de hoy de Somos.*
“Dándole pena a la tristeza”
Por
Alfredo Bryce Echenique
PRIMERA PARTE, CAPÍTULO II
La autoridad familiar de don Fermín Antonio de Ontañeta Tristán sí
que anduvo por los suelos el día de los ciento cinco años de don Tadeo,
su tremebundo padre. Y es que no hubo nadie aquella tarde que no se
sintiera feliz en el gran invernadero de aquella inmensa y absurda
casona, nadie que no se sintiera, además, tropicalmente feliz, incluso,
ahí en ese supercálido espacio repleto de plantas de todo tipo y tamaño,
más los árboles del fondo, ya una verdadera selva cuyos vericuetos y
escondrijos dominaba como nadie el archicentenario don Tadeo, y por los
cuales se hacía conducir, cigarrillo en mano, por una enfermera más
tocada y devota que nunca, dispuesta cómo no a volar con él, con sus
tanques de oxígeno y todo, en cualquier momento.Para gran sorpresa de
don Fermín Antonio, también los cilindros de gas rodaban aquel día, algo
que lo hizo pensar en la tremenda pericia y genial inventiva de su
desafortunado primo José Ramón.
Y se hubiera dicho que también Armindita Poma rodaba aquella tarde,
pero de felicidad, trepada a menudo en el estribo de la gran silla de
ruedas de don Tadeo, una nueva e inmensa que el desaforado anciano había
estrenado en aquella ocasión. Don Fermín Antonio hubiera querido
detener todo aquel irresponsable jolgorio al instante, una y mil veces,
previendo los peores desastres, pero una y mil veces se vio también
impedido de hacerlo debido al estado de felicidad de sus sobrinas De
Ontañeta Wingfield, Cristina, Clementina y Rosa, recién llegadas de
Jauja, preciosas muchachas las tres.
El resto de la concurrencia, formada sobre todo por primos y tíos y
otros parientes más o menos cercanos y más o menos lejanos, más los
allegados sin interés alguno y los bárbaramente interesados, todos y de
todo, en fin, pero con el festejeante y feliz bisabuelo y Armindita
siempre a la cabeza, rodantes, felices y empujadísimos, cómo no, por
una
desbordante y desbordada enfermera que respondía al nombre de Lourdes,
aunque hacia la mitad de aquella increíble excursión e incursión, que de
ambas cosas tenía aquel festejo realmente ecuatorial, se habría dicho
que la pobre mujer no solo necesitaba una pausa, litros de agua fresca,
sino además pasarse un buen rato bien sentadita y disfrutando de la
maravillosa y cristalina cascada que adornaba, inmensa y diríase que
real, que muy natural, toda la esquina derecha, allá al fondo del
invernadero, dando lugar con ello y con una serie de pequeños embalses y
desbordamientos a un verdadero, delicioso, refrescante, e incluso
sonoro y tonificante espectáculo, admitía el pobre don Fermín Antonio,
odiando a toda la concurrencia, eso sí, y entre esta, la primera, a la
felicísima Armindita, purititos celos de un hombre realmente superado,
desbordado y humillado, imaginando que con estas últimas mejoras, con
todo este sistema hidráulico que su padre acababa de instalar en su ya
cinematográfico invernadero, el costo total del mismo debía sobrepasar, y
de lejos, el platal derrochado años atrás en aquellas dos vueltas y
media completitas al mundo, o por lo menos al mundo hasta entonces
conocido…
Sin embargo, ahí, en medio de todo aquel berenjenal, la familia
entera, empezando cómo no por doña Madamina, su esposa, era realmente
feliz. Y los únicos excluidos de todo este festival amazónico eran don
Fermín Antonio y Claudio, empapados ambos en sudor, y tratando de
mantenerse alejados de tanto sobón, algo realmente imposible en el caso
del flaco y elegante señorón, pues al margen del carnaval de don Tadeo,
era adonde su hijo donde realmente querían llegar tantos adulones, y al
punto en que don Fermín Antonio no había encontrado sistema alguno para
sobrevivir al asco que le producían algunos aspaventosos saludos, más de
un cretino y muy sudado abrazo, y todos aquellos empapados apretones y
hasta empellones de mano que ni siquiera la presencial, humillante y
automática respuesta a aquel atroz saludo, o sea todo un enjuague
general con el alcohol que Claudio le escanciaba, acetilénica y
abundantemente, desde un gigantesco frasco, que además se renovaba, una y
otra vez, y en sus propias narices, lograban espantar.
–Sería capaz de exigirle a ciertas personitas que se arrodillaran y
besaran el suelo –le dijo en alguna de aquellas tan frecuentes ocasiones
don Fermín Antonio a doña Madamina, y la verdad es que estuvo a punto
de suicidarse cuando esta, más cristiana y bondadosa que nunca, le
respondió que tomara aquellas situaciones como un deber de caballero,
amén que de alma piadosa:
–Igualito que los domingos, a la salida de la misa, con tus pobres del banco, Fermín Antonio.
–¿Realmente crees, Madamina, que la vida es así de tan poco complicada?
–Lo
que pasa es que no se puede ser tan noble y tan generoso como eres tú,
Fermín –que la tan incoherente como inesperada respuesta de doña
Madamina.
Y
ahora sí que sí, don Fermín sintió que una nube muy negra penetraba
hasta lo más recóndito de su entendimiento, aunque la verdad también es
que
optó finalmente por continuar aplicando, pero hasta la muerte esta vez,
dadas las circunstancias, o por lo menos hasta que se acabe este
interminable, asqueroso y atroz jolgorio, la sencilla estrategia de
santa paciencia y total tolerancia que cada domingo aplicaba ante su
fila de pobres, a la salida de la misa y con la ayuda, como ahora
también, del buen cristiano que es Claudio.
La única diferencia entre los pacíficos domingos y el interminable y
salvaje día de hoy, era sin duda alguna la serenidad con que se
instalaba el caballero en la puerta misma de su banco, al salir con
Claudio de la misa de doce en la basílica de La Merced. Para la ocasión,
el chofer venía provisto de alcohol, como hoy, pero en un muy discreto
frasquito, eso sí, y también, cómo no, premunido de una toalla,
pero
pequeñita, en fin, nada comparable con esta sábana de mierda, que además
ya está empapada. Por último, los pobres de don Fermín, que siempre
fueron diez, formaban siempre una ordenada y diríase incluso que muy
disciplinada fila de uno. Y de uno en uno, también, iban recibiendo, con
rigor, el recién acuñado y doradísimo sol que resbalaba del monedero
del señor hasta la mano del mendigo, que Dios se lo pague, don Fermín,
vaya usted con Dios, buen hombre. Y entonces también, entre mendigo y
mendigo, le pegaba Claudio al patrón su rociadita de alcohol en ambas
manos, por más que ninguna de las dos hubiese rozado siquiera las
brillantes y flamantes monedas entregadas.
«Dios mío», se dijo entonces el larguirucho don Fermín Antonio
comparando ambas situaciones, sus tenues similitudes y sus inmensas
diferencias. Miró entonces al siempre atareado Claudio y sus frascotes
de alcohol, llenos y vacíos, uno tras otro, y le dijo:
–El mundo está realmente patas arriba, oiga usted.
–Es solo por unas horas, como en todo carnaval, don Fermín Antonio. Tengamos paciencia. ¿Qué otra nos queda, señor?
–Pues ninguna otra más que muy altas dosis de paciencia y muchísimo alcohol, oiga usted.
Pero también hubo aquel domingo, recordaba el alto y largo don Fermín
Antonio,
armado ya de infinita paciencia y salpicado al máximo, gracias a Dios
que en un noventa por ciento de alcohol, todo en nombre ahora del amor
filial, eso sí, hubo también aquel domingo en que, sin duda
alguna
por lo complicadas que son las cosas de esta vida, en la cola de don
Fermín apareció un undécimo pordiosero. Por supuesto que no había moneda
para él, pues todo en la vida del caballero estaba perfectamente
preestablecido. O sea que la respuesta de don Fermín Antonio, en aquella
aparentemente incómoda y embarazosa situación, no solo no se hizo
esperar sino que, además, no le resultó ni incómoda ni mucho menos
embarazosa al estirado banquero, y tampoco habría podido ser de otra
manera, la verdad. Lo curioso, eso sí, fue que Fermín Antonio recurriera
a una interrogación, en vez de una directa afirmación, para llegar al
grano.
–Claudio –le preguntó, en efecto, a su chofer–: ¿Este pobre no es mío, no?
–No, señor. Con el debido respeto, pero no lo es.